martes, enero 05, 2010

El ocho de enero

El ocho de enero es para el común de los mortales una fecha instrascendente. O para ser más exactos es el octavo día del año. Llevan una semana de dieta y abstinencia alcohólica y tabaquera y ya están con las pilas puestas para que el año sea padrísimo (¡yupi, yupi!).

Para mí y para algunos pocos cientos de personas no. Ese día es el "mero día" de la Feria de Jalpa, Jalisco. De donde son mis papás y abuelos y a donde me gusta ir a descansar y a ver a mi familia.

Objetivamente la feria de Jalpa no es chida. Es decir, el jaripeo es caro y normalmente malito. Los grupos que amenizan los bailes los sacan del Callejón del Vicio de Autlán y cobran igual que como acá cobra Julión o la Recodo. Pero bueno. Tiene su lado romántico.

Jalpa es un pueblo que como miles de México se ha quedado solo. Que vive de las esperanzas y dineros que llegan del norte. Ir en cualquier época del año es ir a un pueblo lleno de pasividad, de calles solitarias, de personas amables, de una tienda que vende papas y refrescos y todo lo que se necesita para irla pasando. Ni pensar en un minisuper. Ni hablar de una cafetería o un bar. Menos de una fábrica.

Durante la feria eso cambia. Hombres y mujeres parecen salidos de cualquier cuento de Juan Rulfo y acuden al jardín, al templo o a la plaza de toros. Llegan muchachas y muchachos que repiten el ancestral ritual del enamoramiento. Amigos de antaño se reencuentran y los brindis son de antología. El pequeño jardin es insuficiente. En la calle venden Cantaritos con tequila. Hay juegos mecánicos.

La cosa empieza a las cinco de la mañana. Los cohetes despiertan a todos y es hora de ir al "Alba". Una ceremonia religiosa. Hace un frío escandaloso que se combate con una canela caliente y pan. Al medio día es el Recibimiento, comida gratis para todo el que vaya. Luego vienen los toros, un jaripeo donde también hace mucho frío y el baile, en el jardín, donde le cobran sólo a los hombres y les ponen un moñito a quienes ya pagaron. Luego más noche y con más frío hay que ver el castillo. La fiesta se acaba, con los últimos gramos de pólvora multicolor que se quema.

De niño me gustaba porque veía a mis papás y a mis tíos contentos. Como olvidándose de la pobreza y de la imperiosa necesidad de huír al norte. Veía como cantar canciones como "Pero que chula es la fiesta del Bajío, ay que lindos sus hembras y su son, rinconcito que guarda el amor mío, mi vida, tuyo es mi corazón", hacía que la nostalgia de estar lejos quedara reducida a nada.

Cada vez que escucho canciones como el mismo Herradero, o como Domingo Corrales, o como Recuerdos Tristes, se me pone la piel de gallina y debe ser por recordar el frío de la Sierra de Tapalpa y el calor de bailar y bailar, de comer sopitos con mi tía Güera frente al jardín, de beberse uno o dos cantaritos, de saludar a la raza. No sé.

A veces puedo ir, a veces no. Cuando no voy no logro abstenerme del ritmo del mundo y me acuerdo de Jalpa, no entiendo cómo los demás pueden ser ignorantes del milagro de la convivencia humana. De la nostalgia por no poder vivir en esa tierra propia. Donde la felicidad se escurre con el reloj, porque por mucha alegría llegará el último castillo y la corona se perderá en la noche oscura y cuando eso ocurra, la fiesta se habrá acabado.

Ya casi es ocho de enero (es cumpleaños de mi tía Lupe, por cierto y era refiestera y la pobre desde que se casó no va) y no sé si podré ir.

Lo que sí sé es que ese día, esté dónde esté, voy a despertar a las cinco y media y afinaré el oído pa escuchar los cohetes. Al medio día comeré cualquier cosa que sabrá a sopitos de picadillo. En la tarde esucharé banda y estaré atento a que griten "¡Puerta!", y en la noche, será momento del baile, del tequila y a la media noche, veré el cielo a ver si descubro los últimos destellos de la corona del castillo.

Pal resto del mundo es el octavo día del año. Para los que tenemos algún vínculo con Jalpa, es el día más nostálgico o fiestero del año. Todo depende.

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