Había que esperar.
A que pasara el tiempo y con él vinieran nubes cargadas de lluvia fresca capaces de hacer crecer la semilla que se anidaba dormida y escondida bajo sus ropas. Había que esperar a que miles de coches pasaran por la avenida y cada uno de ellos se llevara un pedazo de inocencia.
El amor puede esperar cuando hay voluntad para hacerlo, puede esperar años, puede esperar a que los dos abandonen los uniformes de escuela primaria y los cambien por trajes sastres de importantes ejecutivos.
Pero en las esperas pasan mil cosas, ambos conocerán a cientos de gentes y habrá que esperar para saber si la semilla que se anidaba dormida y escondida bajo sus ropas, habría de dar el fruto que los dos niños deseaban.